Recuerdo que era una mañana fría, – como si en Quito alguna no lo fuera-. Estaba acostumbrándome a mi nuevo trabajo, algo tedioso, algo complicado.
Sumergido en mis asuntos cuantos sonó mi teléfono, no reconocí el número, talvez porque ya no estamos en esa época donde nos sabíamos los teléfonos de memoria.
Al contestar mi llamada escuché la voz que me preguntaba de forma muy directa por mi esposa, se me hizo algo raro, aunque sin pensarlo le di el teléfono.
Mientras la veía hablar algo en mi lo supo enseguida. “Ella había muerto”.
Había esperado esa llamada casi 2 años, años donde había llorado en silencio, había sufrido, había pensado en cada posible solución mientras intentaba pensar que podía hacer, ¿Cómo podía ayudarla?
Algunas noches estaba bien, pero el recordar alguna frase que ella me había dicho disparaba en mí un recuerdo lejano casi olvidado por el tiempo y era imposible no pensar.
Recuerdo su frase que quedó marcada como un sello en mi corazón y ahora en mi memoria: “Los hombres no lloran”.
Mientras estaba parado allí en el marco de la puerta empecé a pensar en ella y de un golpe certero volví casi 30 años al pasado y recordé como ella estaba allí, ella era mi primer recuerdo. ella estuvo allí. En la primera vez que mi cerebro grabó algo que iba a ser permanente, ella estuvo allí y de ahora en adelante ella siempre estará allí.
Los hombres no lloran. Me lo repetía una y otra vez siempre pensando no en el significado de la frase sino en que cada vez que la decía podía escuchar, aunque sea por un segundo de nuevo su voz en mi mente y así, talvez ella siga viviendo aquí conmigo.
E irónicamente mientras escribo esto parece que empezar a llover otra vez justo encima de mis ojos.